martes

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En 1987 un joven de Detroit mató a un hombre con su saxo alto Shalmer París serie II. Le arrastró por todo la Avenida Jefferson hasta Iron Street, cuando llegó al puerto lo tiro con fuerza al mar. El cadaver estuvo flotando unas tres horas en dirección Canadá. Cuando llego a las costas del país vecino las autoridades judiciales notificaron su nombre. Charles Alexander Palmer, el que en otros tiempo fue uno de los productores más importantes de Detroit y al que el joven aprendiz de saxofonista no conocía.

Simplificando un poco la situación, nuestro saxofonista mató su oportunidad.

Saxo Alto Selmer París Serie II

Saxo Alto Selmer París Serie II


viernes

<< APLAUSE >> una reflexión pretenciosa.


Yo creo que en el fondo todos esperamos un aplauso. La palmadita en la espalda no cuenta, es técnicamente un aplauso a medias. Queremos un aplauso por algo en algún momento y por cualquier razón. No digo ovación, digo aplauso. Me refiero a una especie de íntima necesidad de darse cuenta que otros seres humanos existen. Osea tú estás ahí moviéndote de arriba abajo, cogiendo esto y aquello, tomando decisiones, pero no escuchas nada. Entonces te quedas mirando a la inmensidad negra del proscenio y esperas. Si el aplauso llega, se rellena el hueco que antes ocupaba la duda.

Luego existe la necesidad de aplaudir. La liberación de reconocer algo como importante, grande, aplaudible. El propio gesto, como si uno se chocase los cinco a sí mismo esquizofrénicamente, representa una descarga de adrenalina. Así que el movimiento de aplaudir está ahí, latente, esperando el momento adecuado, última nota de la canción, silencio del teatro, punto final. Estamos deseando admirar fervientemente a alguien para despejar un poco el miedo existencial.
Eso o somos unos borregos infames que preferimos fiarnos de cualquiera menos de nosotros mismos.

Para eso deben existir los actos de grandeza, para provocar la reacción. Como las grandes palabras, los gestos épicos, los estandartes, exigen un aplauso.

Ese es el aplauso para el líder, un aplauso incondicional y entregado. Ese bello batir de palmas que genera la inercia que permite, entre aplauso y aplauso introducir las órdenes.